Por Homero Luis Lajara Solá
En el arte de navegar la vida pública, hay momentos en que el timonel debe decidir si deja pasar la tormenta -con sus consecuencias funestas- o enfrenta con valor los vientos que anuncian peligro.

Cuando el mal ha sido comprobado y no se sanciona, a veces con la excusa de proteger los mástiles del prestigio institucional, el barco comienza a hacer agua.
Es más leal -como oficial digno de su uniforme- recomendar con argumentos firmes lo que en justicia procede, para que el garfio pirata de la corrupción no desgarre la quilla de nuestra dignidad colectiva.
Las nuevas generaciones deben saber lo que ocurre cuando se permite que el mal gobierne el timón, pero también cuando se usa el defecto o el delito como ancla para perseguir solo a ciertos tripulantes de otros buques, según quién tenga el mando del convoy.
Esa parcialidad lanza humo en la cubierta, confunde al vigía y hace creer que sólo debe castigarse al que navegaba contra la corriente del buque insignia del momento.
En los navíos antiguos no bastaba con colgar al amotinado del palo mayor ni confinarlo en la cofa.
El verdadero respeto a la autoridad nacía cuando todos sabían que la justicia, como el buen viento, soplaba con igual fuerza para todas las velas y cubiertas, sin distinguir gallardetes ni puertos de origen.